Metro: Moncloa (línea 3 y 6); Argüelles (3, 4 y 6)
Caña (no hay botellín): 1,20€ (Mahou)
Tapas: canapeses, aceitunas, papas fritas, mix de frutos secos...
Especialidades: cocido, callos, mollejas, carrillada al horno con patatas, pulpo a la gallega, riñones al jerez, laconada gallega, merluza a la gallega, pastel de verduras, caldo gallego, filete de gallo rebozado con patatas, entrecot, cazón en adobo, queso brie empanado con cebolla caramelizada y mermelada, sandwich de tarta de Santiago, arroz con leche, tatín caliente de manzana reineta, filloa de dulce de leche y plátano, peras al vino tinto...
Menú: 12,50€ (a elegir entre tres primeros y cuatro segundos)
No estaría de más reivindicar la palabra "Casa de comidas" ahora que apenas existen. No me refiero al Flower´s de Las Rozas o al edificio número 127 del paseo de Las Delicias, sino a esos comedores o comederos de toda la vida a los que la gente acudía con cierta garantía de salir bien comido. Buena comida sin mariconadas, sin extravagancias ni trampantojos... nada de tapitas, picoteos y degustaciones que cuestan mucho y llenan poco.
Hablamos de un primero de puchero, un segundo pasado por la sartén y un postre que remate el empacho o que ayude a digerir el banquete. Esas casas de comidas tenían culto propio, parroquianos habituales que no faltaban al cocido del martes o a las fabes del viernes, soladores y encofradores que radiografiaban los muslos de la hija del dueño mientras roían chuletitas de lechal, postres tan caseros que tenían salmonelosis y, sobre todo, un vínculo aveces fraternal y aveces fraticida entre servidores y servidos. Recuerdo con anhelo una casa de comidas que había en la calle Jaime Vera que ni siquiera tenía barra.
Allí se comía con vino o con vino con casera. Ni cerveza, ni sangría, ni Fanta, ni Cherry Coke ni mierdas por el estilo. Abría sólo de 13 a 16 horas y tenía un único menú... el que le salía del coño a la cocinera. Comías encima de un hule y dejabas propina en función de la intensidad del eructo. Ya no hay sitios así o quedan muy pocos; pero aun quedan tascas, tabernas y restaurantes con solera contrastada que, sin poder mantener esa pureza visigótica aplastada por la presión que ejerce la modernidad como numen de la hostelería contemporánea, preservan parte de ese espíritu que tenían las casas de comidas de antaño.
Casa Manolo lleva tiempo acometiendo esa transición hacia una modernidad ectoplasmática con bastante acierto en los tiempos y en las formas. La prudencia y respeto con la que se ha llevado acabo la reciente reforma de esta emblemática casa inaugurada en tiempos prebélicos (1934), habla de una oportuna puesta a punto necesaria para seguir a flote. Un lavado de cara con reservas, no obstante, ya que si ha celebrado (o va a celebrar) 80 años ininterrumpidos no ha sido por ser santo y seña de las vanguardias, sino por persistir en la tradición como eficaz sistema de trabajo. "Ajenos a crisis y modas" apostilla José Ramón Rodriguez López, propietario del tinglado. No podía ser de otra manera. La mayor parte de asiduos que pasan por allí al mediodía o al caer la tarde para alternar vinos con manolitos (las famosas tostas del local) podrían participar en un casting juvenil de Garci.
www.albertogranados.com |
Hay usuarios de internet que en las distintas plataformas de crítica hostelera afirman que es punto de encuentro de universitarios. Si por universitarios entienden a octogenarios que vienen de hacer una licenciatura de macramé en el centro de día, entonces estoy de acuerdo. Los universitarios, por desgracia, no tienen tan buen gusto. Sólo van a los bares de la zona de Argüelles y Chamberí en los que ponen arteriosclerosis con bravioli de aperitivo. En mis años universitarios (que fueron unos cuantos), jamás oí a nadie decir... "vamos a Casa Manolo a comer callos"... más bien oí... "vamos a pillar una botella de Ballantine´s y a enseñarle el rabo a las camareras del Twin Madriz".
El hecho de estar situado muy cerca de Moncloa no lo hace, per se, bar universitario, sino, más bien, refectorio donde honrar a la buena mesa. Buena mesa gracias a los cuarenta y cinco años que Manuel Besteiro lleva sudando junto a la lumbre. Supongo que algo se aprende cuando cocinas durante cuatro décadas y media. Algo de esa humildad que tuvieron y tienen la mayoría de cocineros que desde la fragua de vulcano hacen posible la mágica alquimia de transformar alimentos en manjares, debería contagiar a esa pretenciosa generación de vedettes con manos sin callos que quiere recibir la estrella Michelín el primer día de clase en la escuela de hostelería. Manuel Besteiro y Casa Manolo nada tienen que ver con esa patológica búsqueda de técnicas nuevas y exclusivas que han convertido las cocinas en laboratorios.
Podrán inventar sorbete de callos, carpaccio de callos aromatizados con sal corporal de mujer abisinia o esferificaciones de callos sobre un lecho de escroto de suricata albino, que, al final, será el cruel e inclemente paso del tiempo el que juzgará qué callos sobreviven incólumes y qué otros son flor de verano fruto de osadías más frívolas que revolucionarias. Los callos de Casa Manolo llevan ochenta años haciendo chup-chup en la marmita. Casi ná...
Espero que se nos pase la tonteria y que en ochenta años el único cocinero moderno contemporáneo que, con justicia, recordemos sea Walter Hartwell White, es decir, el todopoderoso Heisenberg.
Arnyfront78
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