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lunes, 19 de enero de 2015

La Abuela

C/ de Espoz y Mina, 28
Metro: Sol (líneas 1, 2 y 3)
No hay caña, no hay botellín... por huevos jarra o tercio: 2€ (San Miguel).
Tapas: nueve aceitunas y cuatro ajos fritos.



Hay negocios que merecen desaparecer por mucho que tengan un siglo. O mejor aún... que siga el negocio, sin los negociantes. La Abuela parece un buen bar, de esos a los que uno entra si necesita tabaco o ir a mear. Fundado en 1912 ha presenciado, desde sus esquina elíptica, el ir y venir de, al menos, cinco generaciones de españoles y no españoles ajenos a su antigüedad. Y digo antigüedad y no hidalguía porque va a cumplir ciento tres años y a nadie le importa un carajo. 

Hay bares en Madrid que, con la mitad de edad, han sido reconocidos por la ciudadanía como bienes a preservar. Éste no. Me preguntaba cuál es la razón o razones de dicha desafección y ahora sé la respuesta: los dueños, esa sombría pareja de hermanos que lleva el bar como si fuese un pesebre, enrarecen el aire. En cada acto o gesto se hacen patentes tics cargados de malediciencia y mezquindad. Por de pronto, entrar en un bar vacío en vísperas de nochebuena es bastante sospechoso; más en una zona en la que el resto están a rebosar. 


Nada más entrar fuimos radiografiados con esa inquina prejuiciosa propia de empresario preconstitucional que tiende a encasillar a las personas en categorias zoológicas: la zorra, el cerdo, el cabrón, la víbora... 
Nos sentamos, pedimos y la primera en to la frente: el camarero con síndrome de audición selectiva...
"-Querría un cañita.
-Muy bien. ¿Algo para comer?.
-No".
(Subsiguente gesto de asco)
Y lo que recibo (como era de esperar), no es la caña que he pedido sino una jarra de San Miguel escarchada en la que flotan una docena de iglús con sabor a apio. Empezamos bien. De aperitivo... un platillo con nueve aceitunas y cuatro ajos fritos que el susodicho arroja sobre la mesa con gran desdén. 


Inmediantamente se pone a pasear de un lado a otro del bar como lo haría un indio yanomami que ve por primera vez una máquina de pin-ball: receloso, desconfiado, temeroso de que una pareja con un bebé tuviera la tentación de irse sin pagar; seguramente convencido de que la gente joven no es de fiar. El otro, mientras, atiende la barra vacía cortando lonchas de jamón, en espera de que atraque algún trasatlántico petado de guiris desorientados, incapaces de distinguir el ibérico del Navidul.

Pero, de repente, se hace la luz, entra más gente... una familia cualquiera, una pareja  peculiar y un single estiloso hablando por teléfono. No tienen pinta de ser habituales de la casa. A éste último se le ocurre apoyar una jarra de cerveza sobre una de las mesas y de inmediato es apercibido por el dueño:
"-Las mesas son para los que piden comida".
El hombre palidece. Ni Federico Jimenez Losantos sirviendo un menú Big King a Santi Potros habría sido tan borde. Así que, estupefactos por lo que parece una estrategia comercial kamikaze, pedimos la cuenta: 4,50€ por una Coca-cola y una jarra. Pagamos sin dejar propina y abandonamos el local con el mal gusto en la boca de haber pasado un rato desagradable; siendo testigos de cómo la gente infeliz necesita contagiar su amargura para sentirse menos vulnerable.

Arnyfront78

miércoles, 7 de enero de 2015

Mesón Viña T

C/ Navas de Tolosa, 7
Metro: Callao (líneas 3 y 5)
Botellín: 1,10€ (Mahou)
Tapas: papas con chorizo, tortilla de patata...
Especialidades: bravas, pimientos de Padrón, callos, oreja en salsa, tortilla, croquetas de setas, albóndigas, pimientos rellenos, gambas al ajillo, setas, chichas, chopitos, morcilla, bienmesabe, croquetas de jamón...




Hay profesiones que suelen conferir o potenciar determinados atributos inherentes al ejercicio de las mismas. En términos de sociedad, unos son provechosos como la abnegación del médico, la paciencia del artesano, la precisión del arquitecto, la locura del poeta o la generosidad de la puta. Otros son perniciosos a pesar de parecer inevitables... la ambición del banquero, la soberbia del juez, el cinismo del abogado, la crueldad del proxeneta o la mendacidad del político. 

La frecuente mala hostia de los camareros/as no aporta nada. En ocasiones parece justificada por el estrés que conlleva un trabajo que debería ser agradable y a menudo se torna insufrible... la acritud como anticuerpo. Pero de vez en cuando te encuentras con profesionales de la barra que, a pesar de las dificultades y del ingrato contacto con la clientela, mantienen el tipo con admirable entereza. Todavía hay gente maja por ahí; gente que irradia nobleza. 

Así son los hermanos que tripulan el Viña T. Ella y él, Patricia y Jorge,  jóvenes resueltos y simpáticos, hijos del patriarca Teo. Últimamente vuelvo a frecuentarlo. No tanto por el precio de los botellines y las raciones como por ese capital humano que es, sin duda, el mejor valor añadido que tiene un bar. Al final, uno repite garito porque se encuentra a gusto en él,  hechizado por una propuesta en la que el qué, el dónde, el cómo y el con quién son lo suficientemente persuasivos como para reincidir. Un litro de Mahou vale 1,09€ debajo de mi casa, los bares no pueden competir con eso. Deben ofrecer algo más. 

Bar, tasca, mesón, bodega... diría también refugio, casino alcohólico para una juventud sin  complejos que comparte su tiempo con el de al lado en torno a una pira de minis, jarras y bravas. Hay asiduos que, con bienintencionada torpeza, describen el tinglado en internet con términos como "cutre" y "guarro". Como si el hecho de ser pintoresco y barato llevase aparejado, per se, un nivel de limpieza inferior al de un negocio con precios ofensivos y níveas evanescencias. 

Tendemos a confundir la blancura con la higiene; a convertir las apariencias en espejismos asépticos. Hay más de un restaurante distinguido que acompaña su platos con imprevistas guirnaldas púbicas. El Viña T es antiguo; sobrevive amenazado por la insensibilidad de un presente que exige la inmolación de lo arcaico; persiste incolume, pertrechado de objetos innecesarios, cachivaches fascinantes y guitarras insurrectas que, precisamente, le confieren ese aura mágico que tendría el bar de un pueblo asediado por el fuego; un lugar donde abandonarse a la embriaguez junto a ménades frenéticas indultadas de un mañana que vivir. 

Una remodelación para que muchos dejen de pensar que es cutre acabaría con todo eso. Entonces mi menda y muchos otros dejaríamos de ir.
Larga vida a las barras con reuma, a las mesas repletas de vídrios y a las camareras con sonrisas capaces de alumbrar almas sin luna.

Arnyfront78

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Madrid, Madrid
Vuelve la afamada fórmula de alcohoy y literatura como guía chusca del Madrid contemporáneo