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lunes, 18 de mayo de 2015

Cervecería Juanito

C/Martinez Izquierdo, 20
Cerrado



Los bares, al igual que las personas, mueren. Pueden morir jóvenes, cargados de expectativas malogradas por el azar, como la fatalidad de un motero postrado junto a un guardarrail y un jabali temerario o padecer las consecuencias de malas decisiones, como los programas que han tenido a Pilar Rubio de presentadora. También mueren provectos, deshauciados por el olvido o víctimas de un fatum inexorable: la falta de clientes o la jubilación de sus propietarios sin descendencia que se haga cargo del negocio. Ésta última es la razón de que el pasado sábado 20 de diciembre, el Bar Juanito abriera y cerrara sus puertas por última vez en el barrio de La Guindalera. Lo descubrimos mi chica y yo hace cuatro años; cuando de tanto ir a buscarla a su casa de la calle Cartagena me quedé a vivir con ella. Viviamos a la vuelta de la esquina y exhibíamos nuestro ardor amoroso por todos los bares de la barriada. 

El sitio no llamaba la atención. No había neones, ni carteles llamativos que invitasen a entrar; ni tan siquiera estimulos canallas para los que vamos de taberna en taberna intentanto olvidar que existe la calle. Era un sitio aparentemente anodino, estrecho como un FEVE y decorado como un mesón manchego anexo a una estación de servicio: ni muy de pueblo, ni muy de la autovía, ni muy de ningún sitio. Pero, con sólo probar la tapa que nos pusieron, una ensaladilla rusa como la que llevaba mi yaya María al Parque Sindical, fuimos conscientes de que tras los fogones no había un artista, sino algo mucho más consistente: un artesano. Ese hombre era y es Juanito (porque se ha jubilado, no la ha diñado), el artífice de una tortilla mayúscula, de un bacalao con tomate cuyas lascas brillaban a través de la vitrina, de guisos con salsas oscuras y densas como la brea... de platos, todos ellos, populares, característicos de nuestra gastronomía, pero no por ello menos suculentos y complejos que los floridos engendros que salen de las cocinas más vanguardistas de la ciudad. No es fácil ejecutar un buen arroz, unas fabes antológicas o un rabo de toro con el que trincarse un litro de vino. Cuando sales a comer y purebas las mierdas que hay por ahí te das cuenta de que la cocina tradicional está convaleciente, de que a menudo la oferta oscila entre los fakes con paellas de microhondas y las innovaciones prescindibles por fatuas. 

 
Juanito guisoteaba en su laboratorio, a vista de todos, con la paciencia  y sabiduría que confieren un temperamento introspectivo y décadas pelando, cortando, removiendo y soplando para no quemarse, antes de catar el resultado de innumerables horas consumidas por el fuego. Seis días a la semana, durante veinticinco años dan para perfeccionar una cocina que, por desgracia, ya no podremos disfrutar en su momento álgido. ¿A dónde va todo ese saber?... pues inevitablemente desaparece, se disipa al carecer de herederos que asuman el legado. Es la absurda paradoja de una vida laboral irracional que desaprovecha la experiencia adquirida.
Dos días antes de dicho óbito, mi brother PQ y yo nos pasamos por allí para desayunar ese excelso pincho de tortilla paisana que tan bien entra cuando sólo trabajas ocho días al año. Se había convertido en una tradición, seguramente más importante que la cena de Navidad con la familia... dos colegas, dos botijos, un almuerzo generoso y un lugar en el que a la gente se la escuchaba sin ser oída. Desconocíamos el inminente harakiri de un negocio tan asentado en el vecindario, aunque fuese de esperar dada la edad otoñal del matrimonio. Solemos dar por hecho que las personas de nuestro entorno o con las que nos relacionamos van a estar ahí per saecula saeculorum, realizando los mismos quehaceres de siempre, inalterables al paso del tiempo. No sabemos leer las arrugas de la piel, resulta un braille demasiado doloroso. Pero ese día llega y, ¿qué hace uno a la mañana siguiente?... eso se preguntaba con lágrimas contenidas la Juanita (lo siento pero es que no sé como se llama esa estupenda mujer), la simpática, dicharachera y entrañable camarera y compañera de adversidades del maestro; tan responsable como él de haber convertido un discreto bar en una acogedora sala de estar. 


Las vecinas, desayunando porras por penúltima vez, trataban de animarla enumerando cientos, miles de actividades que uno puede hacer cuando se jubila. Pero ella, enrocada en la tristeza de dar fin a un libro demasiado largo como para recordar otras lecturas, parecía incapaz de plantearse cómo arrancar de cero sin la fuerza necesaria para descubrir placeres ignorados. Dirán que es cuestión de tiempo, de adaptarse a una libertad dorada, de poner tierra de por medio y viajar a Benidorm junto a octogenarios moribundos que, con su estado físico y mental, anuncian lo que está por venir... no sé... no creo que sea tan fácil.  En cualquier caso, si os aburrís en casa y decidís que es mejor volver a hacer bocatas, poner cortados y contar vueltas, antes que ver desde el sofá de casa la muerte por sobredosis de Belén Esteban, hacednos  saber a los interesados dónde y cuándo. Allí estaremos. 
La primera acepción  que da la RAE de la palabra "generosidad" es: "inclinación o propensión del ánimo a anteponer el decoro a la utilidad y al interés". Pues eso... muchas gracias por ese esfuerzo que supone toda una vida.

Arnyfront78

    

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