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sábado, 28 de diciembre de 2013

La Castela

C/ Doctor Castelo, 22
Metro: Ibiza (línea 9) o Príncipe de Vergara (línea 2)
Caña (no hay botellín): 1,40€ (creo que Amstel). Tamaño pequeño.
Tapas: magro con pimientos, banderillas, boquerones en vinagre con papas fritas, lomo con pimientos...
Especialidades: rape con boletus, garbanzos con langostinos, milhojas de ventresca, habitas con trigueros, solomillo al oloros con foie, rabo de toro, croquetas de marisco, callos con garbanzos, chipirones encebollados, higado de pato escabechado...
 
 
 

Lo mejor para abordar la ardua y sacrificada tarea de encadenar bares tomando cañas es ir acompañado/a/s de oriundos, de aborígenes avezados que sepan dónde está el pelotazo, la bicoca, la tapa más rica, la más generosa, las horas felices, la barra más infecta, la camarera más jamona, el camarero con peluquín de hurón y, por supuesto, dónde no hay que entrar aunque un retortijón te saque bandera roja. 
 
Nuestros guías en el pequeño y distinguido distrito de Retiro siempre son Melindres y Pipiolo (todo parecido con la realidad es mera coincidencia). Él, véneto o friulano, al que no parece haberle costado adaptarse a la dolce vita madrileña; ella, brunetense con sangre gala que reniega de los parisinos por bordes y estirados, nos conducen por las armónicas calles adyacentes al Retiro con destreza de rastreadores navajos, a pesar de no haber crecido allí. Pasamos por delante de ultramarinos añejos, mercerías que venden fajas, sidrerías asturianas y una whiskería que no pone copas desde que se jubiló la puta más jóven. 

Parece como si un profundo letargo, una cadencia abúlica y pertinaz protegiera al barrio y a sus amortajados vecinos del ir y venir de coches, de un oxígeno metalizado por la polución, de expectativas de vida que, por razones de longevidad, no van más allá de la siguiente digestión. En Retiro, el ritmo de la acera no acompasa al del asfalto. Las maquinas rugen hardcore neoyorquino mientras los residentes a penas siguen el fluir de un vals que preludia el futuro de un país sin niños en el que los jubilados tendrán que seguir trabajando para pagarse a sí mismos las pensiones. 
 
Cuando llega el fin de semana, Retiro hace honor a su nombre. Las calles despobladas de oficinistas, alicatadas por cierres oxidados, con algún que otro corredor desganado dirigiéndose al paseo de coches, parecen la secuela castiza de "28 días después". Pero los bares son otra cosa... muchos de ellos preservan microclimas de bosque laurifolio, templados por clientes expertos en eso de beber y pacer como orcos que se escaquean de la oficina cada dos horas para no perder la sana costumbre de trabajar borrachos. Uno de los que más me gusta por la zona es La Castela. Refundada en 1989, bajo los cimientos de la inmemorial Bodega Méntrida, ha sabido conciliar, sin fricciones, la tradición folclórica del Madrid más gato con algún que otro brochazo de admisible modernidad. 

Su aforo, saturado a partir de media mañana, no da tregua a unos camareros que sudan electricidad para dar abasto a las comandas. Ya sea en el grifo tirando de biceps o recortando cornadas de clientes cornúpetos en el albero, se ganan el jornal en mengua de la salud. Si eres capaz de abrirte camino en la espesura humana a base de culeos y algún que otro pollazo y consigues un nicho en el que apoyar birra y tapa, no abandones la posición o tendrás que matarte la caña junto al cartulis que pide limosna en la puerta de los cines Renoir de Narvaez. Barbours sobre chipirones encebollados, crines excellence de L´Oreal de cincuentonas de buen ver que acaban escabechadas por gochos que comen asperjando, caparazones de centollos puestos por montera, un sin dios de olores, sabores, dobles, triples y somontanos aturden incluso al más fajado en esto de golfear. 
 
Poco he comido allí, pero lo que desfila ante ojos y napia luce y huele en vez de espantar y apestar. Las opciones son variadas e ilusionantes: rabo de toro, boletus con jamón y huevo, arroz meloso con pulpo y calamar, croquetas de cecina, garbanzos con langostinos... los precios y cantidades... muy razonables para estar en pleno pijerio. Lo tremendo son esos espejos de sauna swinger que delatan a los que masticamos como chancadores. La luz deslumbrante tampoco ayuda a pasar desapercibido. Más de un colon irritable se ha dejado ver al final de bocas entreabiertas. 
 
La alternativa más sensata es reservar una de las pocas mesas que hay en la trastienda. Lo demás resulta  un esfuerzo titánico para no desmayarse sobre tetas ajenas. Aún así, que nadie te prive del placer de pribar en una de las muchas tabernas de la ciudad que podría convalidar sus sessions como entrenos de la Delta force.

Arnyfront78

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