C/ Hermosilla 101
Metro: Goya (líneas 2 y 4)
Especialidades: Restaurante chino para chinos... hotpot (caldero chino)
Por 15€ sales hasta las trancas
A finales de los 80, comer en un restaurante chino
era algo excepcional para mí, de un exotismo audaz para un crío de diez
años. La primera incursión fue en el desaparecido Liang Shan Po de la
glorieta del Puente de Segovia. Aquella noche
llevaba el dedo pulgar de la mano izquierda (o de la derecha) como una
salchicha bratwurst.
Yo era un pequeño cabrón que no dejaba de morderme las uñas y, al final,
se me infectó un padrastro. El dedo latía
como un corazón estresado... pensaba que se me iba a gangrenar. Mi madre
pidió arroz tres delicias y todas las mierdas clásicas que conocemos
todos (tallarines, cerdo agridulce, rollito de primavera, etc...). E
incluso pidió pato a pesar de que corría el rumor
de que desaparecían del río Manzanares y de que la sopa de aleta de
tiburón sabía a carpa. Aquellos sabores eran nuevos, difíciles de
describir para un paladar inexperto, difíciles de valorar en base a
criterios de entusiasmo o displicencia.
Los primeros restaurantes chinos de Madrid
mantuvieron, hasta principios de los 90, cierto nivel de calidad e
higiene aun teniendo precios más que competitivos. Fue durante el
tránsito de país en vías de desarrollo a sociedad de consumo
masivo cuando los chinos fueron extendiendo sus tentáculos hacia las
barriadas para introducir su comida como competidora directa de la fast food.
Empezó a ser habitual ver a familias de extrarradio yendo a
comer los domingos al chino, tratando de romper el monótono plan de
vuelo del fin de semana, algo así como el acontecimiento familiar del
mes. A partir de entonces sería habitual encontrar pelusa púbica entre
las gambas salteadas o rastros verdes en los palillos
que te daban precintados. En la actualidad, hay poco que decir... la
guerra entre hamburgueserías, pizzerías, comida china y kebabs sólo
puede perderla nuestro colon.
Está demostrado que, como parte de su táctica
comercial, los restaurantes asiáticos ofrecen una carta adaptada a los
gustos de los comensales locales. Dudo mucho que algún habitante de
Guangzhou o Chengdu añada tortilla francesa, jamón york
y guisantes al arroz. Si no fuera porque resulta demasiado cantoso
serían capaces de incluir el arroz con leche como postre típico mandarín
al lado del asqueroso helado frito. Y mientras nos envenenan con el
puto glutamato monosódico, con el que sazonan todos
los platos, ellos se comen el arroz, las verduras, la carne y el pescado
prácticamente sin aderezar, como si supieran que la cruzada silenciosa
contra occidente se gana en los intestinos. Al final comer en un chino o
llamar para que te traigan la zampa a casa
se ha convertido en una costumbre en la misma medida en la que ha dejado
de serlo hacerse unas lentejas.
Sin rechazar lo más mínimo la experiencia
folclórico-grotesca que supone comer en un chino cualquiera, me decanto
por aquellos que han apostado por ceñirse a la auténtica comida de allí.
Probablemente el que destaque por su relación calidad/
precio sea el Yué Lái. Por unos 15€ por barba sales hasta arriba de
guisos tan inauditos como apetitosos: albóndigas de tendón, lonchas de
sangre de cerdo, patas de pato, algas varias... Puedes elegir entre unos
ciento y pico platos que vienen en la carta.
La mayoría de ellos son para echar en el hotpot,
el famoso caldero chino. Es sin duda la estrella del local; puedes
elegir entre una o dos sopas (la normal que pica de por sí y la picante
con la que al día
siguiente te darán los buenos días unas almorranas como racimos de
uvas), en las que se van echando toda clase de carnes, verduras,
pescados, fideos chinos, etc... para que se vayan haciendo en el caldo.
Todo ello acompañado de una crema de cacahuete, idónea
para shocks anafilácticos. El Hotpot es
una buena elección si se va en comando, pero yo prefiero los platos
normales (giozas fritas, arroz con verduras chinas o con verduras secas,
cerdo yu xiang....). Los
más cobardes pueden encontrar en la carta la típica y tópica formula chinesespanish: rollito, tallarines, arroz tres delicias y cerdo agridulce. Todo está bien cocinado a pesar de la apariencia untosa del local
y de que no hay que mirar con detenimiento la cocina.
Puede que te cueste encontrarlo si no tienes las
señas exactas ya que pasa desapercibido a primera vista. La referencia
es que está justo enfrente de la puerta trasera del Museo del Jamón de
Goya, en donde suele caer, al menos, una caña
antes de entrar. Una vez traspasado el austero dintel de madera de la
entrada quedarás aturdido por la bofetada de calor que desprenden los
peroles. La mesa la suele servir un chaval con mejillas de batracio y el
porte indolente de quien asume que le queda
toda una vida sirviendo a compatriotas que aparcan Lexus en la puerta.
Aproximadamente el 25% de los clientes son españoles. El otro 75% son charlies que llevan el pelo como si a Vegeta le hubiese peinado Justin
Bieber. Ante el despliegue de chandals de container, deportivas ultrasónicas, ipods
caídos de camiones y mechas fucsias al bies, resulta imposible
identificar quién es quién: quién es hombre, quién mujer y
quién pokémon. Todos mastican sin prisa pero sin pausa, echando un
vistazo, de vez en cuando, a la telenovela de samurais que emite la tele
del fondo, iniciando conversaciones cruzadas, sin mirarse a los ojos
por miedo a entrever las almas ajenas.
Con la cuenta solían ofrecer mandarinas y un licor
de flores que sirve de limpia-cristales, pero últimamente se lo ahorran,
a menos que la cuenta ascienda a 50€.
El último vistazo recae inevitablemente en el
Zhaocai Mao que hay sobre una estantería. Sigue recaudando pasta al
ritmo de su incansable movimiento de brazo; invocando la fortuna para un
pueblo, el chino, que en menos de una década comerá
jamón ibérico mientras nosotros enriqueceremos el arroz con Avecrem...
por aquello de que alimente un poco más.
Arnyfront78
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